“A los que de antemano conoció Dios, también los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que él sea el primogénito de muchos hermanos” (Rm 8,29). Este es el destino, divinamente glorioso, de todo cristiano: ser como Jesús, incluso, ser Jesús.
La intercesión universal es un camino muy eficaz para llegar a esa meta gloriosa, porque nos enseña a dejar de lado nuestros propios intereses, deseos, esquemas y proyectos, de modo que poco a poco vamos muriendo a nuestro yo. Y todo lo que pasa por la muerte, comienza a experimentar ya la resurrección del divino Salvador. Muriendo a mi yo, dejo crecer en mí a Cristo, el resucitado.
Por el bautismo hemos nacido de Dios, participamos de la vida de Dios y estamos “revestidos de Cristo” (Ga 3,26s). Esta gracia, bien cultivada, puede crecer sin límites, llevándonos a la unión mística con Dios y transformación final en Cristo, el Hijo de Dios. El camino más corto y seguro para ello es buscar siempre y en todo la voluntad de Dios. Quien sigue este camino, al fin podrá cantar: “Vivo yo, no yo, Cristo vive en mí” (Ga 2,20).
San Juan de la Cruz: “La unión y transformación del alma con Dios se da cuando las dos voluntades, la del alma y la de Dios, están en uno conformes, no habiendo en la una cosa que repugne a la otra... De donde a aquella alma se comunica Dios más que está más aventajada en amor, lo cual es tener más conforme su voluntad con la de Dios. Y la que totalmente la tiene conforme y semejante, totalmente está unida y transformada en Dios sobrenaturalmente” (2 Subida 5,3s).
La intercesión universal es un camino muy eficaz para llegar a esa meta gloriosa, porque nos enseña a dejar de lado nuestros propios intereses, deseos, esquemas y proyectos, de modo que poco a poco vamos muriendo a nuestro yo. Y todo lo que pasa por la muerte, comienza a experimentar ya la resurrección del divino Salvador. Muriendo a mi yo, dejo crecer en mí a Cristo, el resucitado.
Por el bautismo hemos nacido de Dios, participamos de la vida de Dios y estamos “revestidos de Cristo” (Ga 3,26s). Esta gracia, bien cultivada, puede crecer sin límites, llevándonos a la unión mística con Dios y transformación final en Cristo, el Hijo de Dios. El camino más corto y seguro para ello es buscar siempre y en todo la voluntad de Dios. Quien sigue este camino, al fin podrá cantar: “Vivo yo, no yo, Cristo vive en mí” (Ga 2,20).
San Juan de la Cruz: “La unión y transformación del alma con Dios se da cuando las dos voluntades, la del alma y la de Dios, están en uno conformes, no habiendo en la una cosa que repugne a la otra... De donde a aquella alma se comunica Dios más que está más aventajada en amor, lo cual es tener más conforme su voluntad con la de Dios. Y la que totalmente la tiene conforme y semejante, totalmente está unida y transformada en Dios sobrenaturalmente” (2 Subida 5,3s).
A veces, el intercesor, llevado por el Espíritu en un momento de gracia, se pasa al alma de Cristo; y siente de algún modo la sed abrasadora que consume al divino Redentor, sed de almas. Y esa misma sed mueve al intercesor a trabajar, orar y gemir sin descanso por la salvación de todos.
Santa Teresita, muy joven, tuvo esa experiencia: “Un domingo, contemplando una estampa de nuestro Señor crucificado, quedé profundamente impresionada al ver la sangre que caía de una de sus manos divinas. Experimenté una pena inmensa al pensar que aquella sangre caía al suelo sin que nadie se apresurase a recogerla; y resolví mantenerme en espíritu al pie de la cruz para recibir el divino rocío que goteaba de ella, comprendiendo que luego tendría que derramarlo sobre las almas. El grito de Jesús en la cruz resonaba continuamente en mi corazón: ¡Tengo sed! ”(A 45v).
A veces el intercesor, sumergido en el seno de Dios, percibe la sed infinita que abrasa el corazón de Dios, sed de amar y de darse. Dios es amor, todo el ser divino es amor. Y por eso no hay nada que Dios desee tanto y hasta necesite, como amar. Bien dice san Agustín: Deus sitit sitiri. Dios está sediento de amar, y de amar gratuitamente, sin límites, sin fin.
No solamente los mortales tenemos problemas. Dios también los tiene. Su mayor problema: “¿Dónde encuentro corazones totalmente abiertos y libres en los que pueda derramar mi amor infinito? En el cielo ya los tengo, pero en la tierra...?”
Un problema adicional que encuentra Dios en nuestros tiempos es cómo regalar su amor. En nuestra cultura consumista se mide el bienestar de una sociedad por su poder adquisitivo. Lo gratuito no merece la pena. Entre consumidores no se comprende la gracia, los dones, el amor totalmente gratuito de Dios. Y Dios tiene que preguntarse de nuevo: “¿Dónde encontraré corazones totalmente pobres y humildes que acojan mis dones, mi amor excesivo... como puro don?”
No te imaginas cuánto agradece Dios le ayudemos a solucionar estos problemas. ¿Puedes ayudarle? Es lo que trata de hacer el intercesor cristificado.
Ciertamente no está libre de miserias humanas. Pero el Espíritu le enseña a utilizar sus miserias como puente para comunicarse con Dios y con los hombres. Canta el salmista: Un abismo llama a otro abismo (S.41,8). En lo más hondo del abismo de su miseria, el intercesor se encuentra cara a cara con el abismo sin fondo de la misericordia divina. Cuando el intercesor asume sus miserias, se abre completamente ante Dios. Y el amor misericordioso de Dios, con su fuerza infinita, se lanza sobre él, consume su miseria, y la transforma en amor y compasión hacia sus semejantes.
De ahí saca fuerzas el intercesor para acoger en su corazón a tantos millones de hermanos hambrientos de felicidad y vacíos de Dios, y clamar más con gemidos del alma, que con palabras: “Míranos, Señor, con tu infinita misericordia; glorifica tu misericordia infinita en nuestra miseria sin límites; ámanos, Señor, a tu placer, con tu amor gratuito; abrázanos, Señor; introdúcenos en tu corazón; sacia en nosotros tu sed infinita de amar”.
La vida del intercesor cristificado puede ser totalmente normal y sencilla. Y lo normal en esta vida suele ser caminar hacia Dios en oscuridad y sequedad. Es así como la fe y el amor se purifican y fortalecen. Lo que caracteriza al intercesor cristificado es su amor total a la voluntad de Dios y su entrega a la causa de Dios: la santificación de la Iglesia y la salvación del mundo.
“El reino de los cielos es semejante a un tesoro escondido en el campo. El que lo encuentra, lleno de alegría, vende todo lo que tiene y compra el campo” (Mt 13,44). En el campo de la intercesión se esconde un tesoro fabuloso. A quien lo encuentra, no le cuesta vender todo: sacrificar su tiempo, sus proyectos, su voluntad, su libertad... y quedarse con el campo y el tesoro escondido.
Aquí se realiza ¡el gran milagro de la intercesión! El intercesor, una pobre criaturita, se va llenando del amor de Dios. San Juan de la Cruz: “Y así, unida con la misma fuerza de amor con que es amada de Dios, ama el alma a Dios con la voluntad y fuerza del mismo Dios; la cual fuerza es el Espíritu Santo, en el cual está el alma transformada (Cántico 38,3s). Y amando a Dios con la fuerza de Dios de parte de otros, contribuye inmensamente a la santificación de la Iglesia y a la salvación de innumerables almas.
Muy sabiamente aconseja el mismo Doctor Místico: “Cuando un alma llega este estado de amor no la conviene ocuparse en obras exteriores, que la pudiesen impedir un punto de aquella asistencia de amor en Dios, aunque sean de gran servicio de Dios, porque es más precioso delante de Dios un poquito de este puro amor y más provecho hace a la Iglesia, aunque parece que no hace nada, que todas esas otras obras juntas. Adviertan, pues, aquí los que son muy activos, que piensan ceñir el mundo con sus predicaciones y obras exteriores, que mucho más provecho harían a la iglesia y mucho más agradarían a Dios, si gastasen siquiera la mitad de ese tiempo en estarse con Dios en oración, aunque no hubiesen llegado a tan alta (oración) como esta. Entonces harían más y con menos trabajo con una obra que con mil, mereciéndolo su oración, y habiendo cobrado fuerzas espirituales en ella; porque de otra manera, todo es martillar y hacer poco más que nada, y a veces nada, y aun a veces daño.... Está cierto que las buenas obras no se pueden hacer sino en virtud de Dios” (Cántico c.29,2s).
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