sábado, junio 23, 2007

Intercesores consagrados


Imagínate que dos ejércitos se enfrentan: uno muy numeroso, mal armado, peor disciplinado; otro pequeño bien armado y disciplinado. ¿Cuál lleva ventaja? Es lo que sucede, y con mayor diferencia, en el orden espiritual. El poder de la intercesión, más que en el número, está en la calidad y disciplina de los intercesores. Un santo lleva al cielo más almas que cien mil cristianos mediocres, que ocasionalmente interceden. Piensa en santa Teresita y almas como ella.
En nuestra sociedad de consumo y de comodismo el cristiano o es un místico y vuela sobre el ambiente del mundo; o no va a ningún sitio, se hunde. En otras palabras, o se deja controlar por el Espíritu de Dios, o cae bajo el sofocante control del espíritu del mundo. Por eso, en nuestra cultura actual de poco sirven al Señor los simples intercesores: los que oran periódicamente, pero, absortos en las cosas del mundo, se despreocupan de su reino habitualmente.
El Señor necesita hoy, para renovar su Iglesia y cambiar mundo, un ejército de intercesores consagrados. Necesita personas desinteresadas y humildes que, controladas por el Espíritu, están cada vez más llenas de Dios, y abrasadas por el deseo de extender su reino en este mundo.
Los intercesores consagrados, no sólo oran con Cristo Jesús, sino también como Cristo Jesús. El primer paso decisivo para ser intercesor consagrado es redescubrir nuestra consagración bautismal. Después de haber abierto las puertas del cielo, Jesús resucitado dio este mandato: “Haced discípulos míos de todas las gentes, bautizándolos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt 28,17-20).
El día más glorioso de tu vida, que te dejó marcado para toda la eternidad es el día de tu bautismo. Bautismo significa sumergirse en Dios, de modo que todo pecado se borra y uno queda empapado en la santidad de Dios: consagrado a Dios por la acción del mismo Dios. “Habéis sido lavados, consagrados y justificados en el nombre de nuestro Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios” (1Co 6,11).
Consagrar es la acción del Espíritu Santo, por la que éste toma posesión de una criatura y la introduce dentro de Dios, en el seno de la Trinidad; la unge y penetra con su propia santidad; la transforma por dentro y la configura con Cristo.
Por la gracia del bautismo participamos de la misma vida de Dios (2P 1,3s) y vivimos en comunión con la Trinidad. Un gran místico escribe: “Lo que hemos visto y oído os lo anunciamos para que también vosotros estéis en comunión con el Padre y su Hijo Jesucristo”( 1Jn 1,3).
Bta Isabel de la Trinidad: “Trinidad, he ahí nuestra morada, nuestro propio hogar, la casa paterna de donde nunca debemos salir. Así lo manifestó un día el divino Maestro: el esclavo no se queda en la casa para siempre; el hijo se queda para siempre (Jn 8,35) (CF 2). “Amo tanto ese misterio de la SS. Trinidad. Es un abismo donde desaparezco” (Cta 62).
Las grandes obras de Dios llevan el sello de Dios. El bautismo imprime carácter: una marca indeleble producida por el Espíritu Santo, señal de consagración y pertenencia a Dios; reproduce en nosotros la figura de Cristo y nos hace partícipes de su sacerdocio; permanece para siempre como garantía de la protección divina, y de resurrección final: 2Co 1,21s; Ef 1,13s; 4,30.
Quien nos unge y consagra, quien nos introduce en Dios y nos santifica es el Espíritu de Dios. Y el Espíritu no puede descansar hasta que la obra de Dios esté plenamente realizada en nosotros. Por eso, podemos decir que ¡todo bautizado está llamado a la unión mística con Dios y equipado para la misma! Posee ya el Espíritu y sus dones. Y podemos añadir que todo bautizado está llamado a ser intercesor consagrado. Lo será si se abre sin reservas y se deja conducir por el Espíritu.
Constantemente el Espíritu nos está enviando un mensaje: ¡Déjame controlar tu vida! ¡Y verás lo que hago de ti! Una conciencia viva de esta llamada es algo tan dinámico como para sellar el destino de un futuro santo y gran intercesor. ¿Cómo responder a esa llamada? - Nuestra respuesta consiste en consagrase; y eso es tarea de todos los días.
Consagrarse: es abrir todas las puertas al Espíritu; es entregarse a Dios sin reservas; dejarse invadir por los Tres; dejar que Espíritu santificador nos sumerja en ese Océano de Amor, que es nuestro Dios; dejar que él nos utilice libremente para la obra de Dios, la extensión de su reino.
Tal consagración conlleva renuncia, no como un fin, sino como un medio para la entrega. “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame” (Mc 8,34ss). Jesús nos pide renunciar ante todo a la propia voluntad y a los propios gustos, poniendo siempre por delante lo que entendemos ser más del agrado de Dios. En realidad, nada puede ser tan ventajoso para nosotros y para nuestro mundo como la voluntad de Dios, su reino y su gloria.
El ideal de consagración se realiza plenamente en la vía mística, cuando la vida del cristiano cae bajo el control del Espíritu. Cuando el Espíritu llega a controlar la vida interior de un cristiano, le purifica a fondo (noche oscura); le permite comunicarse directamente con Dios (contemplación infusa); y al fin, le conduce a la unión mística con Dios. De ese modo la consagración bautismal alcanza su plenitud: la criatura, vaciándose de sí, se va llenando de Dios; al final, entregándose por entero, llega a la plena posesión de Dios.
Nadie entra en la vía mística por decisión propia, ni por esfuerzo propio. Es un don del Espíritu. Pero un don que el Espíritu muy gustosamente concede a quien lo desea de veras y con humildad; cultiva la vida de oración con fidelidad; se dispone vaciándose de sí con generosidad; y con sabiduría deja que Dios sea Dios, diciendo siempre, como María, Hágase en mí según tu placer.
Del mismo modo, nadie se convierte en intercesor consagrado por decisión propia. Pero todo bautizado puede ser intercesor consagrado, si se abre al Espíritu y coopera con su gracia. Intercesores consagrados son aquellos en cuya vida el Espíritu va tomando las riendas; su vida de oración y amistad con Dios se desarrolla cada vez más bajo el control del Espíritu. El Espíritu les capacita no sólo para interceder con Cristo Jesús, también como Cristo Jesús. Quiero resaltar tres características de la intercesión de Jesús, que deben darse en uno para que pueda llamarse intercesor consagrado.

Tres características de Jesús en el intercesor consagrado
1. Incluso en su vida mortal, Jesús “está en el seno del Padre” (Jn 1,18). Por eso, Jesús cuando intercede, se dirige desde el seno del Padre al corazón del Padre. No hay distancias.
Intercesor consagrado es el que vive 24 horas al día en el seno de Dios. Al caer su vida bajo el control del Espíritu, éste le introduce en la vía mística, que siempre conduce a una más íntima unión con Dios: la unión mística. Unido a Jesús es introducido en el seno del Padre. En él se realiza lo de Col 3,3: “Vosotros habéis muerto, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios”. Gracias a ello, al orar el intercesor consagrado se dirige desde el seno de Dios al corazón de Dios. Como no hay distancias, no necesita muchas palabras para comunicarse. Con una mirada, un gemido intercede por sus hermanos en el silencio sagrado, repleto de Dios.
La Bta Isabel de la Trinidad ora: “¡Oh mis Tres, mi Bienaventuranza, Soledad infinita, Inmensidad donde me pierdo! Sumergíos en mí, para que yo me sumerja en vos”. Dios es soledad llena de plenitud, silencio lleno de sabiduría... Para sumergirse en Dios es preciso huir de tantos ruidos externos, como noticias, novedades, sensaciones...; y más aun de ruidos internos, como fantasías, gustos, miedos, deseos mundanos...
Cuanto más se adentra uno en Dios, mejor puede ayudar a otros a entrar en Dios. Y mejor puede comunicarse con los que están ya en Dios. Si miramos bien, la distancia entre un ser humano y otro parece ser infinita. Una comunicación superficial no es difícil; pero llegar al fondo de otra persona parece imposible... De ahí la soledad en que vive el ser humano.
Entre intercesores consagrados se establece, a veces, una corriente mutua, que ninguna mente humana puede definir. Como todos ellos interceden desde el seno de Dios, éste se convierte en punto de encuentro. ¿Qué mejor lugar para encontrarse?
2. En la encarnación Jesús se identifica con todos los hombres de todos los tiempos, para salvar a todos. Jesús hace suyos los problemas, las aspiraciones legítimas, el dolor, las flaquezas y enfermedades de toda la humanidad: Mt 8,17. En la cruz Jesús se carga con los pecados del mundo: Jn 1,29; 2Co 5,21.
Bajo la acción del Espíritu Santo, el intercesor consagrado vive de algún modo misterioso los problemas de la Iglesia y del mundo, no a nivel de cerebro (estando bien informado), sino a un nivel más profundo y vital. Como san Pablo, vive “la preocupación de todas las iglesias. ¿Quién desfallece sin que desfallezca yo? ¿Quién sufre escándalo sin que yo me abrase?” (2Co 11,28s).
Como todo ser humano, el intercesor puede tener sentimientos de agresividad, rechazo, repulsión... hacia personas concretas o hacia sectores de la sociedad. Cuando el Espíritu lo consagra, tales sentimientos se van convirtiendo en comprensión, amor, compasión y ternura; y van acompañados del deseo de reparar el mal. Gracias a ese misterioso espíritu de solidaridad, recibe Dios desde el intercesor la adoración de los que le rechazan; la alabanza de los que le blasfeman; la gratitud de los que nunca piensan en él, o sólo piensan para pedir favores; la sumisión de los que resisten su voluntad; la entrega de los que huyen de él; y sobre todo, recibe el amor de los que le aman aun sin conocerle.
La misión del intercesor consagrado, más que presentar a Dios los problemas concretos y necesidades de la humanidad, es elevar al cielo los gemidos de la humanidad. Para ello se pone a disposición del Espíritu Santo, que en su interior “intercede con gemidos inefables” (Rm 8,26s).
En Jesús, gimiendo en el huerto y sangrando en la cruz por amor, Dios nos vio a todos los hombres pecadores; nos perdonó y nos justificó: Rm 5,15.20. Cuando en el corazón amigo y sumiso a su voluntad de un intercesor, Dios ve el pecado, la indiferencia, las rebeldías y las miserias sin fin de la humanidad... Dios muestra una vez más su gran compasión hacia la humanidad.

3. Jesús es intercesor cada minuto de su vida, porque sólo existe a beneficio de los demás. En realidad, toda la vida de Jesús, y su misma persona es intercesión. Lo mismo cabe decir de su bendita Madre y nuestra, la Virgen María.
Intercesión, más que un modo de orar, es un modo de vivir. Cuando al creyente, que ama a Dios y al prójimo, le preocupan de veras los problemas de la iglesia y le duele el dolor del mundo, toda su vida se convierte en una intercesión incesante. El intercesor consagrado pone ante Dios todo lo que es y todo lo que tiene a disposición de los demás. Se cumple el dicho de Jesús: “Gratis lo habéis recibido, dadlo gratis” (Mt 10,8).
Para poder entrar en su gloria y abrir a todos las puertas de la gloria, Jesús tuvo que pasar por una muerte horrible. “Jesús comenzó a declararles que tenía que padecer mucho, ser rechazado, morir y resucitar al tercer día. Esto lo decía con toda claridad” (Mc 8,31). En el plan misterioso de Dios, la salvación del mundo entero está vinculada al misterio pascual de Cristo: a su muerte y resurrección.
No es posible cooperar de modo significativo con Cristo en la salvación del mundo y santificación de la Iglesia, sin vivir en plenitud el misterio pascual de Cristo: sin padecer mucho, morir y resucitar. Todo y sólo lo que pasa por la muerte experimenta la resurrección. La mejor parte de la intercesión es toda una vida de trabajo, sacrificio, fatigas, de penas y alegrías, de entrega a la familia y a otros, ofrecida en unión con Cristo Jesús, en favor de otros, de la Iglesia y el mundo. Sin esa intercesión nuestra vida queda muy incompleta y vacía.
“Me amó y se entregó por mí” (Ga 2,20). El Espíritu suele grabar a fuego esta verdad en muchos corazones. Tales personas, no sólo aman a Jesús, aman también su cruz, como el mejor modo de responder y de entregarse a él. Su vida entera se convierte en una ofrenda de amor, un himno de alabanza, una plegaria de intercesión. La vida de estas personas, por ordinaria y oscura que sea, adquiere un valor inmenso para la Iglesia.
“Ofreceos a vosotros mismos como un sacrificio vivo, santo, agradable a Dios... Transformaos mediante la renovación de vuestra mente, de forma que podáis distinguir cual es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto” (Rm 12,1s). Lo bueno, lo que agrada a Dios, lo perfecto es que yo haga de mi vida una ofrenda permanente, unida a la de Jesús, en favor de mis hermanos. Mis sufrimientos y los de las personas allegadas a mí, y los de la Iglesia, mi Madre, y los de las personas que acojo en mi corazón, aun sin conocerlas... ofrecidos a Dios junto con los de Cristo tienen un valor infinito. Acarrean una lluvia de gracias.
El cristiano piadoso que tiene su hora de intercesión, que participa en encuentros de intercesión, pero se queja de los inconvenientes, pesadez del programa, rigidez de disciplina... dista un rato de ser intercesor consagrado. Está desaprovechando lo mejor de su vida para la extensión del reino de Dios y para su propia santificación: el sacrificio.
El buen samaritano recogió al peregrino herido, lo llevó a la posada y cargó con los gastos (Lc 10,33ss). Jesús es el Buen Samaritano de la humanidad, que cargó con los gastos de toda la familia; él pagó ya, y con creces el precio de todo lo que de Dios podemos pedir. Con todo, a algunos amigos generosos, destinados a compartir mejor la gloria de Cristo, se les concede el privilegio de contribuir a pagar el precio. “En mi carne completo lo que falta a los sufrimientos de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia” (Col 1,24).
La intercesión es lucha por el reino de Dios, contra las fuerzas del antireino. El ayuno es un arma poderosa en esa lucha. Pero el mejor ayuno es el que uno no escoge: aceptar como un regalo de Dios a cada persona con quien convivimos; y aceptar a cada uno con sus cadaunadas; ante una provocación, morderse la lengua y bendecir en el corazón; al verse ignorado, reconocer que sólo de Dios es la gloria; llevar las dificultades y privaciones de la vida ordinaria, como deficiencias en la comida, inclemencias del tiempo... con buen ánimo y alabando a Dios. Bueno es también el ayuno de caprichos y de comprar cosas superfluas, dando el dinero a Caritas. Estos son los ayunos que van desplazando al yo, para llenarse más de Cristo. Practicándolos asiduamente el intercesor consagrado se va convirtiendo en cristificado.

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